Felipe se encontraba en pleno parque central. Vestía un jeans azul
desteñido, una camisa con olor a humedad y unos lindos zapatos que un día
compró en la feria del pueblo y que no
le combinaban con nada.
No dejaba de contemplar tanta
gente que entraba y salía de aquella catedral.
Unos entraban tristes y salían felices, otros entraban llorando y salían
sonriendo. Unos entraban solos y otros
en pareja. Lo que más le llamaba la atención era que entraran como entraran
siempre salían más felices.
Felipe aseguró su lugar en el
parque. Acomodó su colorido morral y se sentó en una banca frente a la catedral.
Con inocencia de niño pero seguro
como un hombre, aquel parque central lleno de gente no lo intimidaba. Lo hacía
sentirse bien y confiado que allí
encontraría lo que tanto buscaba.
Miraba inquietantemente de un
lado para otro, sin lograr encontrar una cara amable, bonachona, varonil y bien
parecido.
Conoció a muchos caballeros pero
ninguno le pareció que podría ser el indicado. Entabló conversación con Julián, un gordito canchón pero sin oficio
que pudiera mantenerse a sí mismo. Conoció
al Sebastián que parecía buen muchacho pero tenía los zapatos rotos de tanto uso y eso no le gustó. También habló con Pablo, amable pero no pareció tener
ningún interés en la propuesta de Felipe.
Ya empezaba anochecer. Felipe
había pasado todo el día en estas y no lograba definir al indicado. Le empezaba
entrar angustia. Su corazón latía más rápido que de costumbre y sentía un dolor
en su garganta que no sabía si tenía ganas de llorar o era la garganta
inflamada.
Buscó desesperadamente un
teléfono público, urgido por llamar a su madre para contarle lo que estaba pasando
y que le aconsejara qué hacer.
La madre de Felipe al escuchar su
historia tan tierna y a la vez tan disparatada soltó una carcajada que la pudo
escuchar hasta el segundo en la fila del teléfono público. Antes de terminar la
llamada, su madre le dijo –mijo, hoy si me hiciste reír. Mejor regrésate al
pueblo que te voy a preparar tu comida favorita -
Desanimado Felipe se puso al
hombro su morral y empezó a caminar, pensando que hubiera sido el mejor remedio
para su hermana. Pues él la veía cada vez más triste por la partida de su
novio.
Él solo quiso sentarse frente a la catedral para
encontrar un buen hombre que pudiera amar a su hermana y alegrar a su madre. Alguien
que no un farsante como el coyote de su cuñado, alguien que no se llevará nunca
más a nadie de su familia como lo hizo con su padre, el que nunca regresó ni
logró pasar la frontera.
Ahora Felipe acude todos los
domingos a esa misma banca esperando el milagro de ver salir a su hermana feliz,
como todos lo que salen de esa
catedral.
Ani Vettorazzi
Febrero, 2012
Ani Vettorazzi
Febrero, 2012
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